Publicado en El País Las actuales campañas políticas son como la red social Instagram, una fotografía capturada en un momento con una aplicación que, además de difundirla, permite la posibilidad de mejorar y maquillar la realidad. Y mientras, los pueblos no dejan de manifestarse en una gigantesca primavera, similar a la que se desató hace cinco años en el mundo árabe, propiciando diversos fenómenos que transformaron el panorama internacional. En medio de todos los cambios que se están gestando, hay un aspecto fundamental: no haber exigido un castigo para los responsables y las causas de la crisis económica de 2008, cuyas consecuencias contribuyeron a la pérdida de la moral, poniendo en riesgo los sistemas políticos. En ese contexto, el proceso electoral en Estados Unidos, en realidad no está rompiendo ningún esquema o paradigma que no se hubiera fracturado antes. La carrera por la Casa Blanca lo único que está haciendo es señalar, con la brutalidad de un mercado emergente, que, por una parte, las campañas tienen un gran contenido emocional. Y por otra, que estamos mentalmente instalados en el pasado, analizando la política según las encuestas que, a modo de logaritmo, establecen una tendencia. La política se ha convertido en la representación del más puro y natural comportamiento humano. Un comportamiento compuesto por el universo de los sentimientos, los sentidos, las frustraciones, lo que se espera, lo que se pierde y lo que se encuentra. En la ciencia social moderna, lo importante no es seguir asombrándose por el grado de erosión de los sistemas, sino conseguir que toda esa fuerza y expresión popular se convierta en un nuevo poder ciudadano. El fin debe ser perseguir un cambio para generar un bien común y no entregarnos, una vez más, a la tentación del fracaso colectivo que lleva a buscar al más estridente para que sea nuestro guía, nuestro líder y finalmente nuestro führer Los votantes son hoy la cara del enojo social. Sin embargo, al paso que vamos, no lograrán construir un país o una institución porque sencillamente los mensajes políticos que emiten sólo quedan plasmados en las redes sociales, donde lo único que importa es la fotografía, el perfil, el color, la luz y los lugares donde estamos o nos gustaría estar. Y pese al alcance y el impacto de todo lo que puede ser compartido y difundido en Internet, la construcción de los ámbitos en los que se desarrolla la convivencia colectiva es, por definición, algo que va más allá del mundo virtual. Hubo un tiempo en el que la clase política se acostumbró a no pagar por las consecuencias de sus actos. Hubo un tiempo en el que la división de poderes de Montesquieu era un indicativo de lo ideal. Y hubo un tiempo en el que era posible avanzar, pese a todas las contradicciones de nuestro mundo. Hoy todo eso ya no es posible. Hay historias como la del expresidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, en la que al Lula que tiene algo que ocultar y que tiene miedo se le incorpora al Gobierno. Pero al Lula que cambió la historia de su país se le conduce a la puerta de la cárcel. No se trata de un problema de mártires, sino que en el peregrinaje de aceptar ser líder, presidente y dirigente, en una era en la que el pueblo puede hacerse escuchar sin necesidad de intermediarios, hay que tener muy claro todo lo que debe conservarse. Y lo que hay que conservar no son las libertades personales bajo sospecha, sino la capacidad moral de seguir una equivocación hasta el final, pagar las consecuencias y reivindicarse. El resultado de las reformas es que, si alguna vez el proyecto fue fecundo y constructivo, hoy es un terreno baldío que ha devuelto el poder real a los que siempre lo tuvieron, sólo que en esta ocasión el circo en el que vivimos ya tiene más víctimas. Y así quien es capaz de dominar todo ese espectáculo, puede ganar unas primarias e incluso llegar a ser presidente.