Foto: Reuters Publicado en El Mundo por Pablo R. Saunzes Al evocar la historia de los debates políticos televisados los expertos recurren siempre a ejemplos famosos. A cómo Nixon perdió contra Kennedy en 1960 porque no se maquilló y salía cansado en la primera contienda ante las cámaras de la historia. O el inexplicable error de Gerald Ford en 1976, cuando ante el estupor del moderador afirmó que «no había dominación soviética del Este de Europa».Son excelentes casos de estudio. Sin embargo, para entender no la importancia de que haya debates, que está claro, sino por qué a un lado del Atlántico son de una forma y todavía en la otra son diferentes, hay una mucha mejor: la de Ronald Reagan en las elecciones de 1984. Se presentaba con 73 años. Demasiados para sus críticos y numerosos comentaristas que convirtieron la edad del candidato en el tema más mencionado de la campaña. En una memorable intervención, que provocó una carcajada en su propio oponente, Reagan espetó durante un debate: «Quiero que sepan que no voy a convertir el tema de la edad en un tema en esta campaña. No voy a explotar con objetivos políticos la juventud e inexperiencia de mi oponente», Walter Mondale, que por entonces tenía 54 años. La frase de Reagan, típica de su humor, va al centro de la cuestión. Al final, no se trata del formato, del número de participantes, del color de las corbatas, de estar sentados o de pie. O no sólo. Se trata del tipo de líderes que queremos, del tipo de líderes que permitimos y de cómo una vez cada cuatro años nos sorprendemos porque los políticos españoles ponen todo tipo de problemas para verse las caras en directo y son incapaces de actuar con normalidad ante una gracia del rival. Parte del problema en Europa, y concretamente en España, es que los formatos son tremendamente encorsetados. Dos personajes, ceñidos, limitados. Con el mandato de repetir unas cuantas consignas, parecer serios, creíbles, presidenciables. Con un mantra grabado a fuego: en los debates no se ganan elecciones, pero sí se pierden. No importa lo que se diga (recuerden a Solbes y su optimismo económico frente a las advertencias de Pizarro), sino lo que parezca. Sin embargo, los líderes políticos no se comportan de una forma predecible, robótica y forzada por el hecho de que las cámaras estén en un lugar determinado o porque tengan tiempo de reloj cronometrado, sino porque son así, porque los queremos así. Un presidente americano parece normal cuando se toma un perrito caliente en un partido de baloncesto. El primer ministro Cameron, a su lado en mangas de camisa, no. Unos bailan porque siempre han bailado, porque bailar es lo normal cuando hay música, otros porque creen que bailar da votos. Una vez más, Mariano Rajoy y Pedro Sánchez quieren repetir. Un formato a dos, tiempos fijados, mejor sin público ni periodistas, sin extravagancias. Pero la idea de restringir cada debate hasta el más mínimo de los detalles no es sólo cosa española. Pasa por toda Europa. Es cierto que Giscard d’Estaing y Mitterrand se citaron por primera vez en televisión en 1974, pero con largos discursos que lo asemejaban más a un mitin que a un debate. Y Chirac, en 2002, se aseguró de que no hubiera cita televisada para no dar oportunidades a Le Pen. En Reino Unido, este año, se logró un debate televisado con siete candidatos, y luego otros dos programas en los que Cameron, Clegg y Miliband se sometían a preguntas del público, pero no debatían estrictamente entre ellos. La diferencia la marca el tipo de actitud ante las preguntas y ante las respuestas, la misma que empuja a Cameron a someterse a interrogatorios durísimos en medios de comunicación en horarios de máxima audiencia, a pesar de que sabe que las posibilidades de salir tocado son altas. Un ejemplo interesante es el de la UE. El año pasado, cuatro candidatos a presidir la Comisión Europea debatieron en Maastricht. No era un sistema especialmente atractivo. Un luxemburgués (Jean-Claude Juncker), un belga (Guy Verhofstadt) y dos alemanes (Martin Schulz y Ska Keller). Una mezcla de idiomas, temas potencialmente lejanos para los espectadores, ritmo frenético de 30 segundos para cada respuesta y tres periodistas moderando. Y sin embargo, mucha más frescura. Porque Juncker es capaz de dar un beso en la calva a su oponente y Verhofstadt de reivindicar más libertad en cinco idiomas. Si el objetivo es más frescura son necesarios dos cambios a dos niveles. En las primarias republicanas de 2012 los candidatos celebraron hasta 20 debates televisados, en todo tipo de formatos, con preguntas de moderadores, del público y de sus rivales. Obama y Romney tuvieron tres cara a cara y sus vicepresidentes otros tres. En las primarias demócratas, Obama y Clinton no tuvieron problemas para picarse o para lanzarse piropos informales.
Los comentarios están cerrados.