Publicado en El Patíbulo. De Óscar Saínz de la Maza
El día 26 de septiembre de 1960, los dos candidatos a la presidencia de los Estados Unidos de América, Henry Nixon y John Fitzgerald Kennedy, se enfrentaron en un terreno casi inexplorado hasta entonces y que levantaría pasiones en las campañas políticas por venir; se trataba del debate electoral. Ante millones de telespectadores, un Nixon sudoroso y desencajado forcejeó durante más de media hora con un Kennedy bronceado y con americana azul, tras lo cual el veredicto de la audiencia fue contundente. Aquellos que siguieron el debate por la radio dieron la victoria indiscutida a Nixon. Los telespectadores, sin embargo, no dudaron en otorgar los laureles a su joven y atractivo rival.
“Cuando se introdujo el cara a cara televisado en el ´60, fue visto como una completa innovación en el terreno de la comunicación electoral” asegura el doctor Mc Kinney, de la Universidad de Missouri. “La novedad hoy en día”, ironiza, “sería un candidato presidencial que rechazara debatir contra su oponente”. Lo cierto es que el debate televisado constriñe la batalla electoral a un arena de variables muy limitadas y controladas. Una suerte de tablero de ajedrez en el que se decide el predominio de uno sobre otro en el enfrentamiento final: Un decorado cuidado al extremo, una atmósfera agradable, un moderador, y dos o más candidatos que combinan el ofrecer respuestas a los temas planteados con atacar en mayor o menor medida la gestión del contrario.
Este modelo puede llegar a presentar grandes ventajas. El gran avance respecto a otros mecanismos de propaganda electoral es que aquí el candidato no puede, por mucho que lo intente, zafarse del cuestionamiento directo de sus políticas o sus propuestas. Precisamente lo contrario de los tan frecuentados mítines o de las declaraciones en las que no se admiten preguntas bajo ningún concepto. En el debate de Charleston, 2007, los candidatos a las primarias demócratas se vieron sobresaltados por una pregunta importada directamente de YouTube en la que un hombre de mediana edad decía estar preocupado por el futuro de su “bebé” –una M4 montada y cargada- bajo las políticas progresistas de control de armas; Joe Biden pronto lograría distender el ambiente con su oportuno sarcasmo “¡¡Si realmente cree que eso es su bebé lo que yo creo es que necesita ayuda..!!”
No obstante, trasladar toda la contienda a esta suerte de anfiteatro mediático acarrea a su vez serios inconvenientes. Por una parte, e independientemente de quién sea el gestor más riguroso, el diplomático más experimentado o el estadista más eficaz, será siempre el mejor orador el que se lleve la pelota a su terreno de juego. Algo no necesariamente justo o conveniente para el futuro de los votantes. Por otra, el debate no consiste en una serie de alegatos debidamente sumados y contrastados; El paralelismo con el duelo armado se hace patente cuando se recuerda que un solo fallo clave puede convertirse en una derrota automática. Más que juzgar y sopesar diferentes argumentos, lo que el público busca con avidez es el momento en el que alguno de los contendientes pierda su precario equilibrio.
Toda estas referencias al veredicto del público, sin embargo, no nos deben distraer del hecho fundamental. El resultado de los debates electorales siempre es decidido e interpretado por esos eternos padrinos de la opinión contemporánea que son los medios de comunicación. La valoración ciudadana casi nunca trasciende las arengas de la radio o el titular de turno. Queda en manos del medio en cuestión el que se aborde el tema de forma objetiva, honesta y detallada. Los ejemplos no suelen ser esperanzadores; Si tras el cara a cara del 25 de febrero de 2008, previo a las presidenciales españolas, las encuestas ciudadanas parecían concederle una relativa victoria al candidato socialista, los titulares de los diarios de derecha no tuvieron inconveniente en presentarlo de la siguiente manera: “Rajoy arrincona a Zapatero en inmigración, educación, precios y ETA en un duro debate” (ABC, 26-02-2008), viagra pill nyc “Rajoy acorrala a Zapatero” (La Razón, 26-02-2008) y “Un Rajoy siempre al ataque obliga a Zapatero a escudarse en el pasado” (El Mundo, 26-02-2008). Resulta difícil creer que fuera un análisis meticuloso y desinteresado del debate lo que llevó a estos diarios a publicar tan contundentes y similares afirmaciones.
Ahora bien, una vez visto que tanto los medios como los líderes políticos y el público coinciden en otorgarle al debate una importancia decisiva a la hora de impulsar la victoria electoral, sólo queda preguntarnos si esto es realmente así. Alan I. Abramovitz, profesor de Ciencias Políticas en el College of William and Mary, no lo cree en absoluto: “[Durante el debate entre Ford y Carter] no hubo tanta evidencia de votantes cambiando sus preferencias en cuanto a candidatos (…) Más bien se puso en marcha el fenómeno de persuasión: Los electores adoptaron los puntos de vista expresados por su candidato preferido”.
Este tipo de opiniones rara vez es adoptado por una clase política que consideraría demasiado arriesgado subestimar la importancia del debate como arma electoral. En EEUU, incluso en las campañas de primarias se celebran un número elevadísimo de debates con objeto de captar a posibles electores a través del poder de la palabra. En España esto parece funcionar en sentido opuesto, y muchas figuras políticas han huído de aquellos enfrentamientos que les podían resultar adversos. El primer debate tuvo lugar en 1993, entre el presidente Felipe González y su rival José María Aznar; la oposición se había negado a debatir hasta entonces. El duelo consistió en dos cara a cara, pactados entre el PSOE y el PP hasta sus más mínimos detalles. En el primero, Aznar logró imponerse frente a un González poco preparado que le había minusvalorado como contendiente y que por si fuera poco, había estado a punto de estrellarse en un accidente aéreo escasas horas antes. En el segundo, el líder socialdemócrata retomó la iniciativa tras unas jornadas de intenso entrenamiento y logró derrotar al candidato conservador. Tras este cruce de espadas, el PP se negó a participar en debates televisados hasta quince años después, cuando Mariano Rajoy finalmente aceptara la oferta del presidente Jose Luis Rodríguez Zapatero. El largo intervalo de tiempo entre debate y debate provocó que Las Noticias del Guiñolorganizara el suyo propio en 2004, parodiando tanto el discurso de los contendientes como las formas de los debates electorales en sí.
Aquel 26 de septiembre de 1960, los Estados Unidos dieron pie a un hábito político que durante las décadas venideras empaparía a las democracias europeas y latinoamericanas. Pero también se demostró algo más. Aquel día los asesores de Kennedy hicieron subir la temperatura de la sala para que un Nixon caluroso sudara ante las cámaras. Ello unido a los movimientos nerviosos de su pierna –que había sufrido una reciente contusión- le hundió a los ojos del público americano y demostró que el debate electoral, ese novedoso y popularizado invento, era más un último recurso para atrapar electores que un medio efectivo de comparar las ideas políticas. Y muy a pesar de quienes -como Abramovitz- lo ven como un recurso prácticamente inútil, lo cierto es que el debate ha continuado siendo un medio de competición jaleado por la sociedad y preferido por los poderosos. No en vano, tras ser derrotado en 1996, Felipe González echaba la vista atrás y clamaba: “Nos ha hecho falta una semana más de campaña… o un debate”.
Los comentarios están cerrados.